El viento soplaba fuerte. Del oeste venía y se perdía en el este, entre los árboles que nacían en el fin de la playa. Era un viento juguetón, que tiraba arena en los ojos y agua en el cuerpo. Un viento atrevido, que hacía levantar los vestidos de las mujeres que corrían con los bolsos a medio preparar y con las manos llenas de objetos que no habían llegado a guardar. Un viento mágico, que hacía detener el tiempo. El vuelo de las gaviotas también se detenía. Quedaban levitando en el aire, como títeres manejados por dios, como muertas sin encontrar lugar para caer. Y sin intención, las gaviotas aparecían arriba de nuestras cabezas. Fue el instante en el que el viento nos abrió las puertas de la eternidad mientras mirábamos inconscientes, con ojos perdidos, la espuma del mar emerger y desvanecer.
El viento, la gaviotas, la espuma, nosotros, la arena, las piedras, los churros. Por un momento, el mundo dejo de ser mundo, de dar vueltas sobre su propio eje, de seguir adelante. El planeta tierra se ponía de rodillas y se rendía. Pero el viento no. El viento siguió soplando, dándole vida a los árboles estáticos que empezaron a mover sus ramas. Siguió soplando, las gaviotas aprendieron a planear y continuaron avanzado. Siguió soplando, con tanta fuerza, que activó los engranajes del magma central de la tierra. Y el mundo volvió a ser mundo. Siguió soplando, con la furia del enemigo que hizo que corramos por el mismo camino que antes huían las mujeres con los bolsos a medio preparar y con las manos llenas de objetos que no habían llegado a guardar. Y siguió soplando, hasta el cansancio. Hasta desparecer y aparecer de otra manera, de forma de sol, de cielo celeste y de día de playa.
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