Apague la lámpara de sal que estaba en la esquina del living, arriba de una lata roja. Su luz era de un naranja cálido y metálico, enemiga de las más profunda oscuridad. No hay que desenchufar la lampara, recomiendan. Como consecuencia, el comedor no entraba en las tinieblas incomodas y temerarias de la noche sin luna.
El año pasado me autoregale la lámpara de sal pensando que iba a cambiar el ambiente en el que vivía. Ciertamente, le creo más al Feng Shui. Desconfió de que algo se deba enchufar para que funcione. Odio los cables en está época de bluetooth y conexiones inalámbricas. No duro un año, tan sólo unos meses.
La apague porque no funciona. Como si, en realidad, supiera su verdadera utilidad. Pensar que todo lo que existe tiene que tener una razón, definición y un manual de instrucciones es dejarse llevar por un modelo de pensamiento llano. Pero, sin embargo, la apague. Ya está hecho. Fue sencillo. Más fácil que sacarse la mochila, que hacer un moño con los cordones de la zapatilla izquierda.
Ahora que ya no me veo, dejo que mis tripas suban hasta la garganta. Que jueguen con mi lengua y se mezclen con la saliva. Y después, trago fuerte, raspando las paredes del esófago. Ardiendo por dentro y enfriadome por fuera. Como un soladito de metal pero en sentido inverso.
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