Escribí en el cuaderno azul con tapa dura.

 Los negros somos negros. Cuando nos ruborizamos, somos negros. Si nos golpean, nuestro moretones son negros. Cuando lloramos, nuestras lágrimas son negras. Y caen en la tierra, tierra negra, amada negra. Si nos agarra la peste, la peste negra, nos volvemos más negros perdiendonos en la noche oscura, cerrada y negra. Como baila la negra en la noche.
Pero si nos cortamos, nuestra sangre es roja. Roja de cólera. Roja oprimida. Nada que ver con la sangre roja del coronel. Roja porque la vimos caer de su nariz. Un día, ese mediodía, que cayó su cuerpo en la tierra, nuestra tierra negra, mareado e insolado.
Y su sangre roja. Roja tímida. Roja huerfana. Roja que siempre quisiste ser azul. Y si lo fueras, nosotros seriamos al fin los negros. Los negros que trabajan, que beben, que se pelean. Los negroa que no trabajan, y beben y se pelean. Los negro vagos, borrachos y salvajes.
Y ahí está el coronel, con el negrito en el regazo, con la tabla en su mano derecha. Con la mano dictadora, mano sin callos, mano inútil. Mano violenta, mecánica. Arriba y abajo y arriba hasta que el negrito pare de llorar. Hasta que el negrito pare de grita. Hasta que el negrito se desmaye.
Pero los negros, no nos desmayamos por dolor. Nuestro sufrimientos ya es negro. En algún momento, el coronel va a parar y el negrito se va a ir. Primero con pasow inseguros sin saber su camino. Pronto, se dará cuenta de que ya no es un negrito sino un negro. Porque el odio es negro. El trabajo es negro.
Y seguira nuestro camino. Nuestra vida, nuestra condenada vida negra. Porque nadie mira para nosotros. Porque aquí Dios nos abandonó. Y tenía sus razones, Dios no es negro.

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