Como las mariposas.

O peor, ni siquiera duró un día. Sólo horas. Yo, recuerdo, estaba sentado en la mesada de la cocina. Mesada blanca. Detrás de mí, la cocina blanca. A su lado, a unos pasitos, como un patovica, la heladera blanca. De smoking blanco vigilaba, el acceso, justo ahí, en la entrada sin puerta.
Era el silencio, porque había elegido el viento que soplaba y se dejaba escuchar. Hacía las veces de banda de sonido para mi cena. Mi cena blanca, entre las paredes blancas, y el marco de la ventana blanco. Justo del lado de afuera, entre el vacío y el balcón, un clavo torcido y la fuga. Había colgado un banderín unas horas antes. Menos de un día, claro está, sino no sería ni mariposa. Y percibo que el sonido del viento trae un nuevo instrumento, era el banderín a la deriva. El banderín rojo, como el club, como la camiseta, como la vergüenza de estar jugando en una categoría inferior.
No corrí. El crimen ya estaba consumado. Cuando llegué, asomé mi cabeza sobre la baranda para verlo sobre una especie de chimenea. Verlo allí, descansando panza arriba, me provocó una inusual preocupación que nunca había sentido en mis cenas blancas, por las paredes blancas, la bañera blanca, las bibliotecas blancas y el patovica blanco que no se cansa de estar de pie. La calamidad y el catástrofe se vistieron en mí pensando que podría iniciar un gran incendio, si es que el banderín rojo se prendiera de rojo fuego. Tal vez, algo se movió en mí deseando el calor del fuego. Tal vez, sentí la picadura de un mosquito en mi antebrazo, Tal vez, miré al departamento de enfrente a ver si me estaban viendo. Tal vez, contemplé la planta de curry.
Lo que sea, el viento hizo que el banderín cediera de su descanso y caiga nuevamente, hasta llegar al balcón del primer piso. Banderín rojo, rojo de colérico, rojo de huérfano, quedo de patas para arriba con una mirada penetrante buscando a su dueño que no quiso mirar para abajo, no quiso irlo a buscar, no quiso quererlo.
Y las mariposas no viven con éxtasis y frenesí la vida porque no saben que no les queda tiempo. Y si me dijeran que mañana se acabara el mundo, no haría nada más que perderme en estas paredes blancas, abrazar al patovica de smoking blanco, la heladera blanca, pensar en nada, en blanco, en la mariposas, en su destino fatal, en mi falta de ganas. Y la necesidad de creer que no es cierto, que las alas de las mariposas no tienen color blanco, que el blanco no es un color y que existe algún lugar donde viven por más de un día. 





No hay comentarios: