Cuando me despierto de la siesta del viaje de vuelta del colectivo, me pregunto siempre si habré roncado. Se que babeo y que mi boca está abierta formando una a fofa. Para no quedar profundamente dormido y llegar a los confines de las terminales, la técnica se basa en tener algo en las manos como puede ser un simple juego de llaves. El cuerpo se relaja, y en algún momento, tu mente deja de mandar ordenes a tu mano. Ella sola cede el peso del las llaves. El ruido te despierta, no te despabila, te hace levantar la mirada, sentirte asombradamente perdido por un mínimo de tiempo que a veces, con el temor, puede prolongarse más de lo deseado. Pronto, vuelves donde habías dejado ese descanso profundo. Tus ojos ceden, tu cabeza pesa. Es tanto su peso, que buscas cualquier manera para poder apoyarla.
Lo delicioso de estar vivo camina con pasos oníricos, propios de otros lenguajes. Despertar, sentir un viento que acaricia tu mejilla. Darte cuenta que la persona que esta al lado tuyo te abanica, te da aire. Levantar la mirada y ver asientos vacíos. Salvo vos, la persona que esta a tu lado y el chófer. Y ahí, ella se dio cuenta de que despertaste y empieza hablar. Y aquí quisiera detenerme para confesar una patología. No pretendo descubrir que herida no cerré de chico, ni que ciclo no termine. El asunto es tan sencillo como repetitivo. En cada cosa que escribo aparece el artículo ella. Eso sólo. No hay una descripción, un guiño, un nombre, un color de piel, una tonada. No hay una forma de caminar, de tomar café, de fumar, de regar las plantas, de pintarse las uñas. No existe su voz, su cuerpo es el cuerpo. Es todo. Y es tanto que para la continuidad del relato es nada, un punto extraviado y caprichoso. Un personaje que tiene potencial pero que se queda solo siendo un ancla, una ballena encallada.
Ella mantenía la conversación. Yo me conformaba con ver que estaba llegando a casa. Mientras seguía hablando, siempre ella, sobre que no se podía vivir más en este país. Como vio que la política no era mi fuerte fue algo más banal y llano. El tiempo. Y empezó con el calor, sobre las razones de porque llevaba un abanico en la cartera, sobre la carencia de aires acondicionado en los colectivos, y que entre tanto calor y su menopausia sentía que se iba a prender fuego. Yo no quise saber más. Me baje agradeciéndole el viento de su abanico.
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