“Son idiotas“, le dijo a su madre
mientras extendía su brazo al tiempo que su mano mostraba su palma virgen, sus cinco dedos
extendidos, queriéndose desligar, no ser más parte de mano. Esa mano infantil, inútil, vulnerable,
divertida. Madre miraba con ojos vigilantes y pesados porque eso era lo que las
madres hacían. Imitaba a las demás, el mismo tono de voz, el mismo gesto de
bofetada en el aire, el mismo sabor del guiso de gallina, el mismo changuito de
supermercado. Madre se sentía madre cuando se veía como aquellas madres. Y ahí
estaba, asegurándose de que su niña no dejara marcas en la pared. De lo contrario, debería actuar como madre y eso la llenaba de ansiedad.
Pero su hija, cazadora de sangre, conocía el
juego, sus palmas nunca llegaban a la pared. Eran las polillas las victimas.
Sus vuelos en círculos y sus carentes reflejos hacían que se convirtieran en presa fácil. Hasta con
una palmada podían quedar atrapadas.
La niña le sonreía al aire por cada moribunda, por cada ala rota, por cada vida perdida. Tal vez, por cada humano caído. Qué alma tan oscura y cruel llega a reencarnarse en polilla. Y madre sonreía de tranquilidad, las paredes sin manchas. Y las buscaba, a las polillas por el suelo. Y las mataba, a las polillas por el aire.
Eran los últimos calores de un
verano húmedo y sin vacaciones. En la radio, alarmaban por la tormenta. En la
televisión, hablaban de la vuelta del fútbol. En los cafés, discutían el acuerdo
de los camioneros. En la casa de madre y su hija cazadora, peleaban contra la
invasión de polillas.
La niña le sonreía al aire por cada moribunda, por cada ala rota, por cada vida perdida. Tal vez, por cada humano caído. Qué alma tan oscura y cruel llega a reencarnarse en polilla. Y madre sonreía de tranquilidad, las paredes sin manchas. Y las buscaba, a las polillas por el suelo. Y las mataba, a las polillas por el aire.
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